Sessió XLII , 2 d’octubre de 2002. Autor: Triptófano
Ante todo, no hay que confundir tocar con manosear o sobar pues hay que notar que el tacto es el único sentido que nos permite aplicar gradaciones. No podemos, voluntariamente, oir más o menos, gustar, oler o ver más o menos pero sí podemos graduar la sensación táctil aplicando distintas presiones o ampliando el contacto, dado que es el único sentido que se manifiesta y percibe a través de toda nuestra superficie corporal.
En la identificación y apreciación de los alimentos parece que preferimos los otros sentidos. Nos gusta ver, oler, saborear y, en la actualidad, veneramos oir lo crujiente. Parece que el puro tacto lo hemos olvidado (la percepción en boca viene acompañada siempre por el sabor y el flavor, lo que desnaturaliza la sensación tactil) y, sin respeto y displicencia, usamos el manoseo y el palpeo para, por ejemplo, apreciar la madurez de las frutas.
Y, sin embargo, el alimento va esencialmente ligado a la mano humana. La mano sirvió desde el principio de la Historia para recolectar, asir e introducir el alimento en la boca. El hombre comía con la mano (todavía muchas etnias lo hacen) y sólo utilizaba otros instrumentos (piedras, afiladas o no) para trocear o romper cáscaras. La mano era también la que acercaba el agua a la boca. Luego, poco a poco, fueron introduciéndose otros utensilios: la concha vacía, el cuchillo metálico, la cuchara y, finalmente, el tenedor. ¿Comodidad? En absoluto; es mucho más cómodo asir los alimentos con la mano. ¿Civilización? El acto de comer es un acto de crueldad y la civilización (buenas costumbres, códigos de comportamiento) no es otra cosa que el disfraz exculpante que le hemos puesto a esta innata crueldad. Hay un goce sádico, nunca confesado, en la caza, en la recolección, en el sacrificio, en la preparación culinaria. Procedemos al escaldado, triturado, machacado, hervido, fritura, asado de un ser que estaba vivo (y alguno que ¡todavía! está vivo cuando lo echamos al agua hirviendo o lo rociamos con el ácido limón). Y parece que, no satisfechos con eso, empuñamos el cuchillo y el tenedor para acabar de trocear, despedazar y mutilar.
Percibimos el íntimo placer de la transgresión al tocar los alimentos contra las reglas establecidas. Por ello, cada vez que nos permitimos saltamos estas convenciones y usar directamente la mano (pescadito frito, pelar gambas, embutidos, el patapollo…) segregamos endorfinas por el placer doble de cometer un delito y de su inmediata exculpación social. Para las galletas, dulces, bombones, turrón, churros, pestiños, mantecadas de Astorga, sólo se utiliza la mano y observen Sus Nonplusultralidades que el Código Alimentario Español agrupó todos estos alimentos bajo la denominación de “fruitivos”, adivinando que la fruición emana del contacto directo.
Los famosos calçots que no tendrían absolutamente ninguna gracia a no ser por la salsa, sostienen su aprecio por la obligación de comerlos con la mano… y pringarse (queden para otras sesiones las reflexiones sobre el placer del pringue). Todos los catalanonatos hemos experimentado el supremo goce de comer, tocando y pringando, una tortilla a la francesa poco cuajada, envuelta en blandas rebanadas de pan con tomate. La actual predilección por los restaurantes japoneses no se debe a lo delicioso que sea un sushi o un sashimi sino a que podemos comerlos con la mano.
Todavía quedan reminiscencias de la casi sagrada obligación de tocar los alimentos; sabemos que el pan hay que partirlo con la mano y, cuando se usa el cuchillo porque la hogaza es muy grande, abrazamos el pan, estrechándolo contra el pecho. Hemos separado a los alimentos del contacto directo y personal y así van aquéllos y así nos van las cosas. Y menos mal que ya ha prescrito la estúpida distinción de pelar la fruta con cuchillo y tenedor con técnicas rigurosamente fijadas. Reprimimos a los inocentes niños la tendencia natural de tocar los alimentos, metiendo el dedito en el pastel o en el puré de patata y ya vemos el resultado: de mayores se lanzan compulsivamente al consumo de bocatas, pizzas, mac-hamburguesas y fritangas varias sin el concurso de los cubiertos.
Desde APA proclamo la absoluta necesidad de retomar el contacto directo, de aplicar conscientemente el sentido del tacto y de profundizar en sus posibilidades de identificar y valorar los alimentos. ¿Por qué no un panel organoléptico exclusivamente tactil? Son bien conocidos y reconocidos los catadores de aceites o de vinos, capaces de descubrir sabores de frutillas del bosque, madera noble, mantequilla y té de roca, con notas de ámbar socotrino y recuerdos de ladrillo recalentado y un retronasal wagneriano. ¿Por qué no un tocador de alimentos?
A ciegas, resulta fácil identificar, por ejemplo, un huevo cocido o incluso frito. Podemos distinguir una ostra de una almeja o de un percebe pero ¿somos capaces de asegurar que el bistec que nos sirven es de ternera, buey o canguro? ¿Aseguraríamos que lo que hay en el plato es merluza o fletán?. Hay un enorme y apasionante trabajo por hacer, especialmente con los alimentos líquidos puros. Me refiero a alimentos y bebidas que se presentan como líquido homogéneo. Un consomé, por ejemplo, porque si el caldo contiene particulados, como fideos o tropezones, ya resulta más fácil. Distinguir, sumergiendo la mano, un vino de un cava viene facilitado por la sensación de las burbujitas pero si éstas no se dan (y aunque se den ¿sabríamos afirmar que se trata de un cava brut, de un Riesling o de una sidra?) la dificultad parece insalvable. Sin embargo, es cuestión de entreno.
La mano, como la nariz o las papilas gustativas es entrenable y puede llegar a identificar un líquido con los correspondientes descriptores: “Vino joven, peleón, con notas de papel de lija y de uralita“. “Leche de cabra con tactos de plumón de ánade y recuerdos de papel de estraza“. “Aceite de avellana turca, sedoso (visón, cibelina), ligeramente charolado y final rotundo de lámina cérea”
Creo que lo expuesto ha de mover a una seria investigación en el campo de la Tactología y la Tactométrica.
Así sea.