Sessió XLVI 10 de juny de 2004.
Autor: Triptófano
Ciertamente, en la alimentación aplicamos los cinco sentidos. No incluyo el sentido común como sexto sentido porque generalmente está ausente. ¿Qué función desempeñan vista, gusto, olfato, tacto y oído?. Ante todo y sobre todo entrada del placer como premio y compensación a un acto obligatorio que, sin aquél anzuelo, postergaríamos hasta devenir anoréxicos. Y en segundo lugar, que no secundario, la identificación.
El permiso que concedemos a cualquier alimento antes de ser ingerido pasa por aprobar un examen de reconocimiento de todas sus características organolépticas, cada una en su sitio acostumbrado. Una leche de color verde o una manzana con sabor a queso serían rechazadas de inmediato aunque nos gusten la verdura y el queso. Pero no aceptamos sorpresas insólitas.
A través del oído identificamos la adecuada textura crujiente de las patatas fritas, de las galletas, de las crudités, de la piel curruscante del cochinillo asado…. Sirve también de alerta cuando todos los demás sentidos no han detectado el peligro como, por ejemplo, el crec-crec de la arena en la tortilla playera.
En cuanto al placer, se consigue a través de la íntima satisfacción de saber que somos nosotros los que provocamos los ruidos. Incluso hay quien encuentra placer en sorber la sopa ruidosamente o en masticar ostentosamente con la boca llena. Y también el eructo, como final de un buen ágape, considerado zafio en algunas civilizaciones pero signo obligado de huésped satisfecho y agradecido en otras. Citemos, muy de pasada, otros ruidos ligados a comilonas flatulenciales pero, así como las ventosidades orales son disculpadas e incluso provocadas (el regüeldo post-biberón del rorro), las anales sólo mueven a rechifla si sólo son sonoras o a un aleteo de manos si van acompañadas de notas olfativas.
Pero, antes incluso de llevarnos el alimento a la boca, el oído está atento a estímulos sonoros. Es forzoso citar aquí, en primer lugar, al perrito de Pavlov que iniciaba la salivación al oír la campana a la que se le había condicionado. Son estímulos el toque de cornetín que, en la mili, convoca a fajina; las doce campanadas que marcan la cadenciosa ingestión de las uvas en Año Nuevo y son estimulantes también las voces de “¡a comeeeeer!” o el “¡come y calla!“. Mayores dificultades se encuentran ante el bebé inapetente a pesar de “aquí viene uuuuun avioooon…. una para papaaa…. una para ma….¡pestes de crío, ya me ha vuelto a escupir la papilla!”
Jugando (“te como el alfil“) y cantando (“al corro de la patata… comeremos ensalada“…. “no me mates con tomates, mátame con bacalao“) rememoramos continuamente el acto de comer. En cada aniversario un coral “cumpleAños feliiiiz” acompaña al pastel, cada año más maculado con goterones de cera.
El silbido de la cafetera o el samovar, el estampido del cava descorchado. El tintineo de copas y cubiertos al poner la mesa y tantos otros sones y ruidos relacionados con la comida nos proporcionan una sensación placentera que, indudablemente, ayuda a una buena digestión. Quizás por esto los sordos sufren frecuentemente de inapetencia.
Aún sin ver los alimentos, a través del oído tomamos decisiones sobre ellos. Antaño, los vendedores ambulantes ofertaban el producto a voz en grito: “lecheeeero“… “a la rica mieeeeel“. En el mercado, aún hoy, somos traídos a distancia por los “¡mira guapa qué merluza tengo!“…. “¡sardíííína freeeesca!“. Es curioso que sólo las pescateras lancen voces; ni las carniceras ni las verduleras ni las legumbreras vocean mensajes acerca de sus mercancías.
Y citemos, finalmente, la letanía que nos recitan a pie de mesa en los restaurantes sin pretensiones: “Tengocallosalbóndigascostillasasadasrabodetoromerluzaalavasca…” y que finaliza con un estentóreo “¡Oído, cocina!” como coda final a nuestra elección.