5 de juny de 2008. Autor: Triptòfan
(Nota del transcriptor. No estic segur que aquest text correspongui a una sessió d’APA. En tot cas, Triptòfan me’l va passar sense comentaris)
La Cocina ha evolucionado y sigue evolucionando; la Química no.
De todos los elementos de la Tabla Periódica, unos, muy pocos (carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, azufre), se agruparon para formar moléculas que, a su vez, dieron lugar a una inmensa cantidad de combinaciones, entre ellas los alimentos.
Es sorprendente que se hable de Nuevos Alimentos cuando todos ellos, tengan la apariencia que tengan, están formados básicamente por 4 glúcidos simples, unos 15 aminoácidos y otros 15 ácidos grasos que, con la glicerina siempre, conforman todos los aceites y grasas conocidos. Y, en la digestión, los alimentos vuelven a desmontarse en 4 glúcidos, 15 aminoácidos, etc, para que, a través de complicadísimas reacciones químicas y bioquímicas configuren nuestros cuerpos y nos aporten la energía necesaria.
Serán nuevos cuando seamos capaces de digerir la paja o la arena. Recordemos que Química es la transformación de una sustancia en otra diferente, por lo que nuestro cuerpo actúa de reactor químico. Las reacciones químicas no han cambiado desde el principio. Cada vez que se encuentran dos moléculas con capacidad de reaccionar lo hacen siguiendo leyes inmutables. No es sencillo, pues la reacción depende de muchos factores: concentraciones relativas, presencia o no de agua o de catalizadores, pH y, sobre todo, temperatura. Es relativamente fácil seguir una reacción entre dos moléculas en un tubo de ensayo, pero los alimentos están compuestos de miles de moléculas que reaccionan simultáneamente, afectando muchas veces a las reacciones vecinas.
Las leyes a que me refería son, básicamente, los Principios de la Termodinámica y, aunque el Primer Principio ya ha cambiado (decía que ‘la energía ni se crea ni se destruye’… pero resulta que se encarece…), el que afirma que ‘todo sistema (el producto alimenticio es un sistema) tiende a situarse en el estado de energía libre más bajo posible’, sigue inmutable.
Resulta, pues, tremendamente complicado averiguar qué está pasando, químicamente, cuando se fríe un huevo o se cuece un pan. Cambios de textura, aparición de colores o aromas, resultado de reacciones químicas, nos ponen las cosas difíciles por lo que, muchas veces, hemos de recurrir a las hipótesis para buscar una explicación.
Se está avanzando, ciertamente, pero con muchas dificultades. Unas de las reacciones habituales en los alimentos son los llamados pardeamientos, enzimáticos (ejemplo: el ennegrecimiento de la manzana cortada en contacto con el aire) o no enzimáticos (la reacción de Maillard entre un aminoácido y un glúcido simple). Tenemos ya explicación química de estas reacciones, pero ocupan páginas y páginas de fórmulas enrevesadas y, al final, cuando tras la ‘degradación de Strecker’ y la ‘reordenación de Amadori’ aparecen las melaninas y melanoidinas, decimos que ya no tenemos tiempo o papel para dibujar sus estructuras.
Volvamos a la Cocina. Los aditivos se han calificado siempre como química cuando se relacionan con los alimentos. Son química pero no más química que las proteínas, los carbohidratos o los lípidos. Pero los que causan recelo son sus nombres (carboximetilcelulosa, polirricinoleato de poliglicerol…) de los que se desconoce identidad, propiedades, seguridad y beneficios y sí, en cambio, sus pretendidos peligros, señalados con tanta desfachatez como ignorancia por los anti-aditivos.
Un aditivo alimentario se define como ‘sustancia sin valor nutritivo que se añade intencionadamente a los alimentos para conseguir algún fin positivo’ (conservar, evitar oxidaciones, estabilizar, mejorar aspecto…). Esta definición engloba exactamente a la sal, al vinagre, al laurel, al perejil, a todas las especias… sustancias sin valor nutritivo, pero que el ser humano ha utilizado tranquilamente desde siempre.
(Nota adicional: Si todas estas sustancias hubieran tenido que pasar el examen toxicológico que han debido sufrir los aditivos, con seguridad hubieran sido prohibidas algunas, entre ellas prácticamente todas las especias).
Siempre se han utilizado aditivos, aunque no se les diera este nombre: jugos de flores para mejor atractivo, mucha sal para conservar… los nitratos y nitritos, tan denostados, nos han llegado desde el Egipto de los Faraones, y los sulfitos que se incorporan a todos los vinos, incluido el de misa, desde la Roma de los Césares. Pero es la industria la que los precisa. En casa no se necesita ningún aditivo porque la preparación y consumo del alimento son inmediatos. Aún así, se sigue utilizando el bicarbonato para acelerar la cocción de las legumbres, es habitual la ‘levadura química’ o ‘polvos de hornear’ y gran cantidad de paellas domésticas se colorean con el E-102 tartrazina.
La Industria necesita que los alimentos que prepara lleguen al consumidor, después de un tiempo que puede ser prolongado, en las condiciones sanitarias y nutricionales exigibles y con el aspecto y apariencia que los haga identificables y, por tanto, aceptables.
Se iban conociendo trucos puramente por experiencia, sin saber nada de su substrato químico: el bicarbonato ya citado; el que las verduras, cocidas en recipientes de cobre, adquieren un verde más brillante; el que el vinagre conviene echarlo en la ensalada en el último momento pues, si no, decolora la lechuga; la eterna discusión inglesa de si es mejor echar el té sobre la leche o viceversa para disminuir el amargor… Y, por supuesto, no supimos, hasta que Pasteur inventó los microbios, quiénes eran los responsables de las intoxicaciones serias que siguen dándose a través de alimentos mal preparados higiénicamente o no protegidos con un conservante de una posible contaminación posterior.
(seguirà la part 2 i última)